En el Día Internacional del Libro

¿Qué es un libro?

“Conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen.”, nos dice el diccionario de la Real Academia Española.

Sin embargo, la definición más acertada es la que le da el lector y ésta puede ir desde una obra de arte hasta un tesoro invaluable, pasando por mundos por conocer, aventuras sin fin, lumbre para el corazón, el mejor invento del ser humano, herramienta de conocimientos, etcétera.

Lo importante es disfrutar su lectura y compartirlos…

Para celebrar este 22 de abril, Día Internacional del Libro, les invitamos a leer el cuento “La tía Carlota”, publicado en la Antología de Cuentos Mexicanos, II;  compilados por  María del Carmen Millán y editado en 1976 por la Secretaría de Educación  Pública en su colección SepSetentas.

La tía Carlota*

Siempre estoy sola como el viejo naranjo que sucumbe en el patio. Vago por los corredores, por la huerta, por el gallinero durante toda la mañana.

Cuando me canso y voy a ver a mi tía, la vieja hermana de mi padre, que trasega en la cocina, invariablemente regreso con una tristeza nueva. Porque conmigo su lengua se hincha de palabras duras y su voz me descubre un odio incomprensible.

No me quiere. Dice que traigo desgracia y me nota en los ojos sombras de mal agüero.

Alta, cetrina, con ojos entrecerrados esculpidos en madera. Su boca es una línea sin sangre, insensible a la ternura. Mi tío afirma que ella no es mala.

Monologa implacable como el ruido que en la noria producen los chorros de agua, siempre contra mí:

—…Irse a ciudad extraña donde el mar es la perdición de todos, no tiene sentido. Cosas así no suceden en esta tierra. Y mira las consecuencias: anda dividido, con el alma partida en cuatro. Hay que verlo, frente al Cristo que está en tu pieza, llorar como lo hacía entre mis brazos cuando era pequeño. ¡Y es que no se consuela de haberle dado la espalda! Todo por culpa de ella, por esa que llamas madre. Tu padre estudiaba para cura cuando por su desdicha hizo aquel viaje funesto, único motivo para que abandonara el seminario. De haber deseado una esposa, debió elegir a Rosario Méndez, de abolengo y prima de tu padre. En tu casa ya llevan cinco criaturas y la “señora” no sabe atenderlas. Las ha repartido como a mostrencas de hospicio. A ti que no eres bonita te dejaron con nosotros. A tu tía Consolación le enviaron los dos muchachos. ¡A ver si con las gemelas tu madre se avispa un poco! De que era muy jovencita ya pasaron siete años. No me vengan con remilgos de que le falta experiencia. Si enredó a tu padre es que le sobra malicia… Yo no llegaré a santa, pero no he de perdonarle que habiendo bordado un alba para que la usara mi hermano en su primera misa, diga la deslenguada que se lo vuelvan ropón y pinten el tul de negro para que ella luzca un refajo…

Por un momento calla. Desquita su furia en las almendras que remuele en el molcajete.

Lentamente salgo, huyo a la huerta y lloro por una pena que todavía no sé cómo es de grande.

Me distraen las hormigas. Un hilo ensangrentado que va más allá de la puerta. Llevan hojas sobre sus cabellos y se me figuran señoritas con sombrilla; ninguna se detiene en la frescura de una rama, ni olvida su consigna y sueña sobre una piedra. Incansables, trabajan sonámbulas cuando arrecia la noche.

Atravieso el patio, aburrida me detengo junto al pozo y en el fondo la pupila de agua abre un pedazo de firmamento. Por el lomo de un ladrillo salta un renacuajo, quiebra la retina y las pestañas de musgo se bañan de azul.

De rodillas, con mi cara hundida en el brocal, deletreo mi nombre y las letras se humedecen con el vaho de la tierra. Luego escupo al fondo hasta que ya no tengo saliva. Me subo al pretil y desde allí, cuando la cortina de lona que libra del calor al patio se asusta con el aire, distingo la sotana de mi tío que va de la sala a la reja. Una mole gigante que suda todo el día, mientras estornudos formidables hacen tambalear su corpulencia.

Sobre sus canas, que la luz pinta de aluminio, veo claramente su enorme verruga semejante a una bola de chicle. Distingo su cara de niño monstruoso y sus fauces que devoran platos de cuajada y semas rellenas de nata frente a mi hambre.

Hace mucho que espera su nombramiento de canónigo. Ahora es capellán de Cumato, la hacienda de los Méndez, distante cinco leguas de donde mis tíos radican.

Llevo dos horas sola. De nuevo busco a mi tía. No importa lo que diga. Ha seguido hablando:

—…Podría haber sido tu madre mi prima Rosario. Entonces vivirías con el lujo de su hacienda, usarías corpiños de tira bordada y no tendrías ese color.

Rosario fue muy bella aunque hoy la mires clavada en un sillón… Pero todo vuelve a lo mismo. El día que llegaste al mundo se quebró como una higuera tierna. Tú apagaste su esperanza. En fin, ya nada tiene remedio…

Silenciosamente me refugio en la sala. El Cristo triplica su agonía en los espejos. Es casi del alto de mi tío, pero llagado y negro, y no termina de cerrar los ojos. Respira, oigo su aliento en las paredes; no soy capaz de mirarlo.

Busco la sombra del naranjo y sin querer regreso a la cocina. No encuentro a tía Carlota. La espero pensando en “su prima Rosario”: la conocí un domingo en la misa de la hacienda. Entró al oratorio, en su sillón de ruedas forrado de terciopelo, cuando principiaba la Epístola. La mantilla ensombrecía su chongo donde se apretaban los rizos igual que un racimo de uvas.

No sé por qué de su cara no me acuerdo: la olvidé con las golosinas servidas en el desayuno; tampoco puse cuidado a la insistencia de sus ojos, pero algo me hace pensar que los tuvo fijos en mí. Sólo me quedó presente la muñequita china, regalo de mi padre, que tenía guardada bajo un capelo como si fuera momia. Le espié las piernas y llevaba calzones con encajitos lila.
Mi tía vuelve y principia la tarde.

La comida es en el corredor. Está lista la mesa; pero a mí nadie me llama.

Cuando mi tío pronuncia la oración de gracias cambia de voz y el latín lo vuelve tartamudo.

—Do do dómine… do do dómine —oigo desde la cocina. Rechino los dientes. Estoy viéndolo desde la ventana. Se adereza siete huevos en medio metro de virote, escoge el mejor filete y del platón de duraznos no deja nada. ¡Quién fuera él!

Siempre dicen que estoy sin hambre porque no quiero el arroz que me da la tía con un caldo rebotado como el agua del pozo. Me consuelo cuando robo teleras y las relleno con píldoras de árnica de las que tiene mi tío en su botiquín.

A las siete comienza el rezo en la parroquia. Mi tía me lleva al ofrecimiento, pero no me admiten las de la Vela Perpetua. Dicen que me faltan zapatos blancos.

Me siento en la banca donde las Hijas de María se acurrucan como las golondrinas en los alambres.

Los acólitos cantan. Llueve y por las claraboyas se mete a rezar la lluvia. Pienso que en el patio se ahogan las hormigas.

Me arrulla el susurro de las Avemarías y casi sin sentirlo pregonan el último misterio. Ése sí me gusta. Las niñas riegan agua florida. La esparcen con un clavel que hace de hisopo y después, en la letanía, ofrecen chisporroteantes pebeteros.

La iglesia se llena de copal y el manto de la Virgen se oscurece. La custodia incendia su estrella de púas y se desbocan las campanillas. Un olor de pino crece en la nave arrobada. Flotan rehiletes de humo.

Arrastro los zapatos detrás de mi tía. Como sigue la llovizna, los derrito en el agua y dejo mi rencor en el cieno de los charcos.

Cuando regresamos, mi tío anuncia que ha llegado un telegrama. Al fin van a nombrarlo canónigo y me iré con ellos a México.

No oigo más. Me escondo tras el naranjo. Por primera vez pienso en mis padres. Los reconstruyo mientras barnizo de lodo mis rodillas.

Vinieron en Navidad.

Mi padre es hermoso. Más bien esto me lo dijo la tía. Mejor que su figura recuerdo lo que habló con ella:

—Esta pobrecita niña ni siquiera sacó los ojos de la madre.

Y su hermana repuso:

—Es caprichosa y extraña. No pide ni dulces; pero yo la he visto chupar la mesa en donde extiendo el cuero de membrillo. No vive más que en la huerta con la lengua escaldada de granos de tanto comer los dátiles que no se maduran.

Los ojos de mi madre son como un trébol largo donde hubiera caído sol. La sorprendo por los vidrios de la envejecida puerta. Baila frente al espejo y no le tiene miedo al Cristo. Los volantes de su falda rozan los pies ensangrentados. La contemplo con espanto temiendo que caiga lumbre de la cruz. No sucede nada. Su alegría me asusta y sin embargo yo deseo quererla, dormirme en su regazo, preguntarle por qué es mi madre. Pero ella está de prisa. Cuando cesa de bailar sólo tiene ojos para mi padre. Lo besa con estruendo que me daña y yo quiero que muera.

Ante ella mi padre se transforma. Ya no se asemeja al San Lorenzo que gime atormentado en su parrilla. Ahora se parece al arcángel de la sala y hasta puedo imaginarme que haya sido también un niño, porque su frente se aclara y en su boca lleva amor y una sonrisa que la tía Carlota no le conoce.

Ninguno de los dos se acuerda del Cristo que me persigue con sus ojos que nunca se cierran. Los cristales agrandan sus brazos. Me alejo herida. Al irme escucho la voz de mi madre hablando entre murmullos.

—¿Qué haremos con esta criatura? Heredó todo el ajenjo de tu familia…

Las frases se pierden.

Ya nada de ellos me importa. Paso la tarde cabalgando en el tezontle de la tapia por un camino de tejados, de nubes y tendederos, de gorriones muertos y de hojas amarillas.

En la mañana mis padres se fueron sin despedirse.

Mi tía me llama para la cena. Le digo que tengo frío y me voy derecho a la cama. Cuando empiezo a dormirme siento que ella pone bajo mi almohada un objeto pequeño. Lo palpo, y me sorprende la muñequita china.

No puedo contenerme, descargo mis sollozos y grito:

—¡A mí nadie me quiere, nunca me ha querido nadie!

El canónigo se turba y mi tía llora enloquecida. Empieza a decirme palabras sin sentido. Hasta perdona que Rosario no sea mi madre.

Me derrumbo sin advertir lo duro de las tablas.

Ella me bendice; luego, de rodillas junto a mi cabecera, empieza habla que habla:

Que tengo los ojos limpios de aquellos malos presagios. Que siempre he sido una niña muy buena, que mi color es de trigo y que hasta los propios ángeles quisieran tener mis manos. Pero por lo que más me quiere es por esa tristeza que me hace igual a mi padre.

Finjo que duermo mientras sus lágrimas caen como alfileres sobre mi cara.

Guadalupe Dueñas
(Guadalajara, Jalisco. 19 de octubre de 1920 – Ciudad de México. 13 de enero de 2002) Cuentista mexicana, becaria del Centro Mexicano de Escritores, también realizó diversos guiones para televisión.

 

Atisbo

Por Mali Reyes

No nos destruyamos antes de volver—me dijo. Pero yo necesitaba saber con cuántos se acostó mientras estuvimos separados.

No es que yo hubiera permanecido célibe, es más, si le confesara todo lo que había hecho para olvidarla jamás volvería conmigo, pero necesitaba saber.

La duda es el tufo expansivo y cáustico de la pimienta, de las fábricas de jabón que enardecen el olfato hasta asfixiar.

Quizá estaba enterada de lo que yo había hecho y quería evitar que le recordara el dolor. Me vio a los ojos y dijo insistente:  ¡Por favor, no volvamos a caer!

Pero la agarré con fuerza de la muñeca y la hale hacía mí.

¡Dímelo!— grité.

 

La sangre se expande rápidamente cuando está caliente, pensaba que era más espesa y lenta.

Lo último que dijo: Siempre, solamente fuiste tú.

 

Juguetes

Gabriela G. Barrios García

Era una tarde soleada, después de varios días de intensa lluvia decidió ir a la feria que tenía ya semanas en la ciudad; ir le producía una especie de nostalgia. Sin percibirlo se había convertido en un coleccionista de objetos de feria, esas baratijas le recordaban algo, pero no sabía exactamente qué.

Genaro se sintió atraído por un puesto que estaba oculto en una pequeña carpa en forma de circo, entró y el olor a humedad lo hizo estremecerse, pero al observar dentro ya no le dio importancia, los objetos exhibidos eran de una calidad impresionante; juguetes de hojalata cuyo detalle era producto de un trabajo minucioso.

Estaba tan fascinado que decidió, en contra de sus reglas, llevarse tres. Los guardó en el bolsillo izquierdo de su pantalón, era una serpiente naranja muy pequeña, un pez color turquesa y una lagartija amarilla. El precio de los juguetes se le hizo económico comparado con la calidad de la manufactura.

Al salir sintió cómo un viento frío le recorrió el cuerpo, el cielo se tornó gris, pensó que pronto llovería así que decidió regresar porque odiaba mojarse los zapatos. Mientras caminaba presuroso, lo sobresaltó una punzada en la pierna donde había guardado los juguetes, no le dio importancia.

Foto: Cuartoscuro
Foto: Cuartoscuro

Al llegar se sintió mareado, abrió la puerta con dificultad y somnoliento apenas llegó al sofá cayendo en un profundo sueño. Un par de horas después, Genaro despertó sobresaltado, sudando, con un dolor profundo en el cuerpo, no podía moverse, al voltear vio en su brazo a la serpiente naranja succionando sangre, tenía una cabeza en cada una de sus extremidades. En la pierna vio a la lagartija que impúdicamente hacía lo mismo y se aterrorizó aún más cuando vio reflejado su rostro en el enorme ojo metálico del pez que estaba sujeto a su mejilla.

Se sentía débil, horrorizado. Pensó por un momento que estaba en una pesadilla, intentó gritar sin conseguirlo. Hasta que cerró los ojos y gritó tan fuerte que las criaturas de hojalata se desprendieron de su cuerpo, cayendo al suelo inmóviles, recobrando el aspecto que tenían cuando las compró.

Se incorporó como pudo, los tomó y los metió en una lata con candado que usaba como alcancía. Se curó las heridas mientras escuchaba el desesperado movimiento dentro de la caja.

Esa noche no durmió, temeroso y fascinado por lo que había pasado, pensaba: ¿qué mente tan monstruosa ha construido esos artefactos capaces de recobrar vida mecánicamente y convertirse en una especie de sanguijuelas?, ¿cuál era el fin de todo eso?

Al día siguiente, muy temprano decidió ir a buscar a la persona que le había vendido los juguetes. La feria seguía ahí pero la carpa no. Preguntó con los comerciantes de los puestos sin que alguien le diera un dato preciso.

La idea de encontrarlo se le volvió obsesión, salió en su búsqueda llevando consigo la caja de metal con las criaturas que intentaban salir. Después de varios meses visitando ferias en diversos poblados, encontró la carpa.

Entró a ella, había nadie, sólo juguetes idénticos a los que llevaba en la caja que habían cesado de moverse. De pronto una persona se paró frente a él, tomó un pez turquesa y le extendió su mano con un billete. Genaro de forma automática abrió la caja registradora y le devolvió unas monedas.

Al salir la persona, la mirada de Genaro se detuvo ante un espejo que tenía una inscripción; al intentar descifrar lo que decía, vio su reflejo, a su mente se asomaron imágenes de un cuarto donde él construía juguetes de hojalata. Era ese recuerdo que lo perseguía en cada feria que visitaba. Aturdido, sólo pudo balbucear: yo soy el monstruo, soy el creador.

 

 

 

*Cuento finalista del Concurso de Cuento Breve «Monstruos contemporáneos», organizado por la revista radiofónica cultural Andares, la Cultura y sus Rutas, del Sistema de Radio, Televisión y Cinematografía de Chiapas, quien realizó por segundo año consecutivo este concurso de cuento breve. En esta segunda convocatoria lanzada en 2015, se lograron recibir más de 340 cuentos provenientes de distintos municipios de Chiapas.

El jurado seleccionó, al igual que en el primer certamen, a diez finalistas de entre los cuales se eligieron a los tres primeros lugares. Dichos cuentos fueron a su vez adaptados por el Departamento de Producción de Radio Chiapas y transmitidos de forma seriada cada viernes al iniciar el programa Andares, la Cultura y sus Rutas.

Para descargar y escuchar la serie completa visita: 

http://www.radiotvycine.chiapas.gob.mx/Radio/Monstruos-Contemporaneos/

Sabor a mí

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Pintura de Fernando Botero

Querido:

Desde la primera vez que te tuve enfrente y percibí tu aroma supe que no podía vivir sin ti. Te convertiste en mi manjar preferido a la hora de la comida, de la cena, del almuerzo y hasta del desayuno. Te disfruto con crema, con salsa, con albahaca y laurel… hasta con chocolate.

Me encanta esa forma, tan tuya, de enredarte, como invitándome a llevarte a mi boca, donde tu cuerpo, uniforme y resbaladizo, me produce un gran placer. Muevo mis dientes lo más suave posible, para no lastimarte e imagino cómo me recorres hasta llegar a mi estómago. Ahí detengo mis fantasías, no quiero pensar lo que sigue. En lugar de ello, me emociono con la siguiente ración de ti.

Conforme pasa el tiempo más te disfruto; al principio una vez al día, después dos, luego tres, ahora ya mejor ni las cuento.

Lo extraño de todo esto no es que sólo pienso en ti, sino que entre más placer me das, más cambian las cosas a mi alrededor: mi ropa a hacerse pequeña y mis zapatos demasiado angostos; las sillas también se reducen y qué decir de mi cama. Además, a la gente le ha dado por poner puertas cada vez más estrechas en las casas, comercios, oficinas y especialmente en los restaurantes.

Poco a poco he ido saliendo menos de casa, pues al caminar por la calle las personas se acercan demasiado a mí y en el transporte público, cuando logro subir, me cobran doble pasaje…

Por eso hoy mejor llamé por teléfono al restaurante de la esquina. No entiendo por qué les extraña que les llame tantas veces.

Oh, querido, no sé qué me ocurre, mi vientre parece un globo recién inflado, mis piernas y mis brazos se han vuelto tan pesados que no los puedo mover. ¿Está temblando? ¡Todo gira! Seguramente esto es sólo un mal sueño, enseguida despertaré e iré a buscarte. ¡Qué calor! siento que me falta el aire…

Querida:

Aún recuerdo nuestro primer encuentro, fue un momento inolvidable en la vida de ambos. Recuerdo con qué delicadeza tus manos delgadas, como diosa, con tus uñas de rojo carmesí detenía un instrumento metálico y me tomabas en él, como suaves caricias.

Fueron momentos de locura a tu lado; sobre todo al introducirme a tu cavidad húmeda, que me ponía blandito de la emoción, al ser desgarrado en tus dientes y caer derretido en tus jugos.

Sé que a partir de ahí no pudiste alejarme de tu vida, te pertenecía, fui tuyo noche y día. Cada vez querías más y en grandes cantidades. De alguna manera tenía que agradecer ese gran amor. Así que mi esencia y voluptuosidad fueron embelleciendo más tu cuerpo.

Dices que el mundo cambió, que las puertas y tu ropa se hicieron pequeñas. En verdad no fue así, tú eras la que te volviste más grande, magnífica, hermosa.

Tus manos más gruesas, como las de las musas de Botero, tomaban con la misma pasión que la primera vez mi cuerpo, al que llevabas a tu gloriosa boca. Te quería así y entre más inmensa mejor. Veía tu figura ir de acá para allá, buscando complementos para que nuestro gozo fiera más intenso.

Nuestra unión parecía eterna, hasta el día que te convenció ese hombre vestido de blanco que me abandonaras, porque según él tu salud estaba en peligro. Mentira, lo que pasa es que no podía soportar que me amaras.

Te vi cabizbaja todo el día, vi tus lágrimas cuando llamaste al restaurante buscándome. Disfruté la ternura con que me preparaste. Me sentí realmente halagado. Sentí además que nuestro amor crecía.

Pero escuché algo que no pude soportar: -Éste es el último encuentro. Me dolió tanto que redoblé mis esfuerzos para seducirte y tú ya no pudiste parar. Estuvimos juntos todo el día.

De pronto me vi abandonado. Caíste abrazada a tu vientre, sudabas. Luego tu hermoso cuerpo quedó inmóvil. Palideció.

Siempre tuyo, El espagueti

Cuento realizado por Leticia Bárcenas González y Gabriela G. Barrios García. Publicado en el Suplemeto cultural Paralelo 16, el 6 de noviembre del 2006.