Orlando

Por Gabriela Guadalupe Barrios García

Hace 89 años, un 11 de octubre de 1928, se publicó la novela Orlando de la escritora inglesa Virginia Woolf, editada por la editorial que tenía con su esposo Leonard, «Hogarth Press». Considerada una de las obras más importantes en la literatura en general y en la escritura femenina, donde se tratan temas tabúes en esa época y destacan también críticas de la sociedad.

«En Orlando (1928) también hay la preocupación del tiempo. El héroe de esa novela originalísima —sin duda la más intensa de Virginia Woolf y una de las más singulares y desesperantes de nuestra época— vive trescientos años y es, a ratos, un símbolo de Inglaterra y de su poesía en particular. La magia, la amargura y la felicidad colaboran en ese libro. Es, además, un libro musical, no solamente por las virtudes eufónicas de su prosa, sino por la estructura misma de su composición, hecha de un número limitado de temas que regresan y se combinan». (Jorge Luis Borges)

Gracias al bondadoso préstamo de mi amigo Héctor Cortés, apasionado lector de la obra de Woolf, llegó a mis manos este maravilloso libro y que tengo aún secuestrado por su amplia variedad de temas que me han interesado y del cual sigo tomando notas después de haberlo leído. Espero que Héctor perdone mi audacia de tener el libro más tiempo de lo que él hubiera esperado.

Como un pequeño homenaje a este libro traducido por Jorge Luis Borges, quiero compartir unas de mis anotaciones que tratan sobre la imagen del lector y el escritor en el periodo isabelino, a través del joven Orlando, quien leía y escribía incansablemente.

Orlando lector

Su afición por los libros era temprana. De chico los pajes lo sorprendían leyendo a la medianoche. Le quitaban la vela, y criaba luciérnagas que ayudaban a su propósito. Le quitaban las luciérnagas y casi prendió fuego a la casa con una mecha. Para decirlo de una vez (dejando al novelista la tarea de alisar la seda arrugada y sus complicaciones). Orlando era un hidalgo que padecía del amor de la literatura. Muchas personas de su tiempo, aún más las de su rango, escapaban al mal y quedaban en libertad de correr, de cabalgar o de enamorarse a su gusto. Pero a algunos los contaminaba un germen nacido del polen del asfódelo, traído por los vientos de Grecia y de Italia, y de naturaleza tan perniciosa que detenía la mano lista para el golpe, velaba el ojo que buscaba su presa y entorpecía la lengua que estaba declarando su amor.  La fatal naturaleza de ese morbo sustituía a la realidad un fantasma, de suerte que Orlando, a quien la fortuna había otorgado todos los dones —platería, lencería, casas, sirvientes, alfombras, camas en profusión—, no tenía más que abrir un libro para que esa vasta acumulación se hiciera humo. Desaparecían los nueve acres de piedra que eran su casa; se evaporaban los ciento cincuenta sirvientes; se volvían invisibles los ochenta caballos de silla; sería prolijo enumerar las alfombras, divanes, tapicerías, porcelanas, platerías, vinagreras, calentadores y otros bienes muebles, a veces de oro macizo, se desvanecían bajo la mismacomo niebla marina. Así era, y Orlando se quedaba solo, leyendo, un hombre desnudo.

En la soledad, el mal tomaba cuerpo rápidamente. Ya entrada la noche, leía a veces unas seis horas más, y cuando le pedían instrucciones para carnear la hacienda o para cosechar el trigo, apartaba su infolio y miraba sin comprender. Eso era grave y les partía el alma al halconero Hall, al palafrenero Giles, a Mrs. Grimsditch, el ama de llaves, a Mr. Dupper, el capellán. Un apuesto caballero como él, decían, no necesitaba libros. Que dejara los libros, decían, a los tullidos y a los moribundos. Pero algo peor venía. Pues una vez que el mal de leer se apodera del organismo, lo debilita y lo convierte en una fácil presa de ese otro azote que hace su habitación en el tintero y que supura en la pluma. El miserable se dedica a escribir. Y si eso ya es bastante malo en un pobre, sin otra propiedad que una silla y una mesa debajo de una gotera —pues al fin de cuentas no tiene mucho que perder—, el trance de un hombre rico, que tiene casas y ganado, doncellas, burros y ropa blanca, y sin embargo escribe libros, es penoso en extremo. Se le escapa el sabor de todo; lo torturan hierros candentes: lo roen los gusanos. Daría el último centavo (¡tan virulento es ese mal!) por escribir un solo librito y hacerse célebre; pero todo el oro del Perú no puede comprarle el tesoro de una frase bien hecha. Se enferma, cae en una consunción, se vuela los sesos, vuelve su cara a la pared. No importa en qué actitud lo encuentran. Ha atravesado las puertas de la Muerte y conocido las llamas del Infierno.

Orlando, felizmente era de naturaleza robusta, y el mal (por razones que declararemos después) no lo quebró como a muchos de sus iguales. Con todo, lo afectó profundamente, según veremos. Al cabo de una hora o dos de lectura de Sir Thomas Browne, cuando el bramido del ciervo y el canto  del sereno proclamaban el momento más hondo de la noche y el sueño general atravesó el cuarto, sacó del bolsillo una llave de plata y abrió las puertas de un escritorio incrustado que había en el rincón. Adentro había unos cincuenta cajones de madera de cedro y cada uno con un rótulo escrito cuidadosamente en letra de Orlando…La verdad es que hacía muchos años que Orlando padecía ese mal. Ningún muchacho había pedido manzanas como Orlando había pedido papel; ni golosinas como él había pedido tinta. Huyendo de los juegos y de la charla, se había ocultado detrás de las cortinas, en los oratorios secretos o en la despensa detrás del dormitorio de su madre (donde había un gran agujero en el piso que olía espantosamente a estiércol de pájaros), con un cuerno de tinta en una mano, una pluma en la otra, y en las rodillas un pliego de papel. Así fueron escritas, antes que él cumpliea los veinticinco, unas cuarenta y siete comedias, historias, novelas, poemas; unas en prosa, otras en verso; unas en francés, otras en italiano; todas románticas y todas largas…pero aunque el espectáculo de esa obra  lo deleitaba singularmente, no se había atrevido a mostrarlo ni aun a su madre, ya que escribir (y no hablemos de publicar) era, bien lo sabía, una imperdonable falta en un noble.

Orlando escritor

De pie en la soledad de su cuarto juró ser el primer poeta de su linaje y dar brillo inmortal a su nombre. Dijo (recitando los nombres y las proezas de sus mayores)…

…Sin embargo, no tardó en advertir que las batallas libradas por Sir Miles y los otros para ganar un reino contra caballeros con armadura, eran menos arduas que la emprendida ahora por él para ganar inmortalidad contra la lengua inglesa. El lector que haya intimado con las severidades del trabajo de redactar no necesitará pormenores: corrigió y rompió; omitió; agregó, conoció el éxtasis, la desesperación; tuvo sus buenas noches y sus malas mañanas; atrapó ideas y las perdió; vio su libro concluido y se le borró; personificó sus héroes mientras comía; los declamó al salir a caminar; rió y lloró; vacilo entre uno y otro estilo; prefirió a veces el heroico y pomposo; otras el directo y sencillo; otras los valles de Tempe; otras los campos de Kent o de Cornwall; y no llegó nunca a saber si era el genio más sublime o el mayor mentecato de la tierra.

…Para el febril Orlando de esa época, el hombre que había escrito un libro y que lo había hecho imprimir, efundía una gloria que oscurecía todas las glorias de la sangre y del rango. Su imaginación creía que hasta sus cuerpos estarían glorificados por esos pensamientos divinos. Los veía con aureolas en vez de pelo, sahumerio en vez de aliento, y rosas que brotaban  entre sus labios —rasgos por cierto nada típicos de él o de Mr. Dupper. Era incapaz de concebir una felicidad mayor que ocultarse detrás de una cortina y oírlos conversar. La sola idea de ese variado y atrevido coloquio humillaba el recuerdo de sus charlas con sus amigos cortesanos: charlas cuyo tema era un perro, un caballo, una mujer, un partido de naipes. Recordaba con orgullo que siempre le habían dicho literato, y se habían burlado de su amor a los libros y a la soledad. Nunca le habían salido bien los cumplidos. Se quedaba tieso, se sonrojaba, o tenía torpezas de granadero en el estrado de las damas. Dos veces se había caído del caballo, de puro distraído. Buscando una rima, había roto una vez el abanico de Lady Winchilsea. El ávido recuerdo de esas incapacidades (y de otras muchas) para la vida mundana, lo condujeron a la convicción inefable de que toda la turbulencia de su juventud, su torpeza, sus sonrojos, sus caminatas y su afición al campo, demostraban que él mismo pertenecía menos a la raza noble que a la raza sagrada —que era de nacimiento un escritor, más bien que un aristócrata. Por vez primera desde la noche de la inundación se sintió feliz.