Ana Lilia Villarreal Cázares*
Su contrato con esta hache institución termina hoy. La frase fue dicha proyectando la voz por toda la oficina y con buena dicción. Este podría haber sido galán de radionovela, pensé aún sin darme cuenta bien a bien, de lo que el subdirector de administración y finanzas había dicho. El presupuesto para los programas de cultura fue cancelado. Entonces sí, comprendí que me estaba despidiendo. Aquí está el cheque con su liquidación. Fue una bonita relación laboral. ¿Bonita relación de trabajo? Pero si era la primera vez que lo veía en los tres años que estuve encargada de los proyectos culturales que se transmitían por la radio institucional. Intenté que me diera una explicación porque yo consideraba que mi trabajo estaba bien hecho, había sido, hasta el día de ayer, una empleada puntual con las entregas, responsable con los contenidos, no me salía a fumar cada hora. La respuesta fue la misma: El contrato se terminó, no hay renovación ni presupuesto. Tomé el cheque y salí de la oficina del subdirector y de la hache institución. Miré la calle para un lado y para el otro. Decidí el camino que tomaría. Estaba sin trabajo, pero no derrotada.

Lo primero que hice fue limpiar mi casa. Con buen ánimo barrí, sacudí, trapeé, lavé vidrios, hasta las telarañas quedaron relucientes. Enseguida, hice un plan de gastos, si administraba bien la liquidación y mis ahorros, ambos raquíticos por cierto, podría estar bien un par de meses, incluso ir al cine una vez a la semana. Después, saqué el disfraz que se requiere para ir a las entrevistas de trabajo y lo mandé a la tintorería, lujo que entraba en el presupuesto de ese mes.
Lo siguiente fue hacer la lista de sitios a los cuales enviaría mi curriculum y manos a la obra: escribir y escribir y escribir y enviar y enviar y enviar correos electrónicos, llenar enormes solicitudes en las agencias de empleo que abundan en internet. No sentía ningún apuro y menos preocupación alguna, nunca había pasado quince días sin trabajo, bueno, quizás un mes, pero no más. Sólo era cuestión de hacer lo que se acostumbra en esos casos y esperar la oferta laboral que me llovería.
Pasaron tres semanas de llenar solicitudes, hacer llamadas, y nada. El segundo mes fue de entrevistas, mi experiencia laboral les parecía “interesantísima”, dijeron algunos; otros, que mi perfil era el ideal para el puesto. Todos terminaban con la frase: Solo hay que esperar a que el presupuesto se destrabe y la llamamos.
El tercer mes, por precaución administrativa cancelé las idas al cine, al teatro ni se diga. Mientras, insistía con las solicitudes y llamadas a quienes habían dejado abierta la posibilidad de emplearme.
Al cuarto mes, ¡por fin un trabajo! Corregir la redacción de guiones multimedia de los cursos en línea de una universidad. La paga era de risa; sin embargo, ya era algo, aunque no suficiente como para evitar un ajuste presupuestal más: los cortes de carne, el salmón y el pan artesanal salían de mi plan alimenticio.
Al quinto, surgió la posibilidad de una chamba más: dar un curso en una universidad en línea… otra, distinta a la de los guiones multimedia. La entrevista fue vía Internet, por supuesto. Cuando aclaré que nada más tenía el título de licenciatura, insuficiente para dar clases a gente de maestría, el reclutador, con toda calma contestó: Ay, por eso no se preocupe, es lo de menos. Lo que ahora nos urge es cubrir el cuatrimestre. El lado negro de mi conciencia me aconsejó aceptar: Di que sí, di que sí, si a ellos no les importa a ti menos, es una lana.

Y así, cada sábado, me conectaba a la computadora para hablarles durante tres horas a los estudiantes de una maestría patito, en una universidad que los engañaba. Al terminar cada sesión, los administradores, sin falta, me hacían la amable recomendación de que no era necesario ponerles música en los descansos, o bueno, que si así lo prefería optara por algo más clásico como Vivaldi o Mozart y no Tina Turner o Janis Joplin. Eso sí, la paga convenida fue puntualmente depositada en mi cuenta.
Al sexto mes el vino tinto, el último placer de mi vida de sibarita, desapareció de mi lista de la compra.
Ahora estoy pendiente de las frutas y verduras de temporada. De las recetas para ensaladas y croquetas de plátano con frijol, aprendí a sustituir el pollo con setas, a hacer puré de berenjena y tortitas de zanahoria rellenas de queso crema. Y agua, mucha agua. Nada más sano para las articulaciones y la frescura del cutis.
* Defequense, creció arrullada entre el rock and roll sesentero, el sonido de las Big band y la melosidad de Doris Day. Lectora empedernida de Lágrimas y Risas, cinéfila de corazón, viajera por vocación.